Son las gotas que salpican sus pies por
querer estar en la orilla, el arduo empeño de sus ojos comiéndose el mar que
avanza horadando la arena; el destello duro del sol escapando de las garras de
una nubes opacas y el aire frío del invierno que nos hace resguardar sobre las
ajadas maderas que se levantan oteando el mar. Vamos dibujando huellas sobre el
paisaje extremado en que nos reunimos, sumergidos en los latidos de los
corazones, despojados de las miradas fragmentadas de súbitas confesiones. Dos
cuerpos que se aman en el claro enigma del desconcierto. A nuestros pies apoya
el tiempo su triunfo, su gloria a costa de nuestro padecer, del embrujo del
instante en que se acelera la sangre con vientos de rosas. Pero seguimos
juntos, transparentes, con el ardor de quien
ha encontrado la dicha, con el instinto cincelado a sombras y al sol de
noviembre tendido en su cara -fragmento de una verdad indeleble- en el éxtasis
del tránsito de su cuerpo que se adormece en nuestro secreto, mientras los días
van pasando sin sentirlos.
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